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Llevo un par de días dándole vueltas a situaciones que vivimos
continuamente. Vamos por la calle y vemos (y nos vemos) con el
teléfono móvil en la mano, como un apéndice de nuestro brazo,
inseparable, necesario. Se ha convertido en un fetiche, no sabemos
salir de casa sin él, sentimos la necesidad de tocarlo, consultarlo
continuamente para ver si tenemos llamadas, mensajes… Ya tenemos
niños con móviles, niños que apenas saben hablar que conocen cómo
funciona el teléfono móvil para ver fotos, para llamar...
El invento que comenzó siendo un “salvavidas” para emergencias
en hospitales, el medio de “estar al tanto” de lo que pasaba en
los negocios de los grandes empresarios… se ha universalizado y
popularizado, y, no sólo eso, ha perdido en parte su capacidad
comunicativa para centrarse en objetivos de ocio y aislamiento.
Parece una incongruencia decir que un objeto que sirve para
comunicarse nos aísla, pero hemos pasado de vernos las caras para
hablar con la gente, llamarles por teléfono para saber qué tal va
todo, a simplemente mandar un mensaje (rara vez correctamente escrito
o incluso cambiar las palabras por iconos) para dejar una señal de
que “estamos conectados”. Esta necesidad de sentirse conectado es
la que nos lleva a aislarnos. ¿Para qué voy a llamar a alguien o
quedar con esa persona si puedo mandarle un mensaje o ver si ha
revisado el teléfono últimamente? Así sabemos si estamos
conectados, si nos mantenemos enterados de todo. Evitamos el contacto
directo entre personas, evitamos la comunicación real y muchas veces
este nuevo sistema de comunicación induce al error, al malentendido.
¿Estamos abocados a eliminar la comunicación real? ¿Necesitamos
comunicarnos? ¿De verdad necesitamos sentir que sabemos todo de
todos? ¿Sirve para algo el lenguaje cuando ya tenemos tanta
tecnología capaz de suplirlo?
Ante la controversia histórica acerca del desarrollo del lenguaje y
del pensamiento, autores de varias vertientes (innatistas,
interaccionistas…) confluyen en el hecho de que el lenguaje y, por
ende, la comunicación son el motor del desarrollo humano.
Por tanto, las personas sentimos necesidad de comunicarnos desde el
nacimiento; a través del lloro, el balbuceo; posteriormente las
palabras, las frases, los discursos, el arte, la música… Es la
comunicación el hecho que nos une a las otras personas, el nexo que
nos vincula a los otros por muy diversos medios. La tecnología, el
teléfono móvil en este caso, constituye un vehículo para la
comunicación, pero el problema actual radica en el mal uso de este
artefacto.
Realmente lo que deberíamos preguntarnos es si queremos vivir
siempre pegados a un auricular, pendientes en todo instante de los
bombardeos informativos que corren a través de esta tecnología, de
internet… sin pararnos a pensar qué sentimos, qué sienten otras
personas. Lo que es más importante ¿qué queremos sentir? Un
teléfono móvil de última generación (todavía) es incapaz de
suplir a una persona, a su cercanía o a su viveza.
Probemos a “desenchufarnos” unas cuantas horas al día, a cambio
de un poco de conversación cara a cara; intentemos centrarnos cada
instante en aquello que estamos haciendo y sólo en eso, sin echar un
vistazo al móvil; atrevámonos a dar sentido a nuestras palabras
con la voz, con el ritmo de nuestro habla y con esas entonaciones y
gesticulaciones que hacen de cada conversación un hecho nuevo y
diferente.
¿Y si apagamos el móvil unas horas al día? Quizás, así,
recuperemos el sentido de muchos aspectos de nuestra vida.
* Imagen extraída de ultimasnoticiasenred.com.mx