jueves, 6 de noviembre de 2014

¿Hablas o vives?


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 Llevo un par de días dándole vueltas a situaciones que vivimos continuamente. Vamos por la calle y vemos (y nos vemos) con el teléfono móvil en la mano, como un apéndice de nuestro brazo, inseparable, necesario. Se ha convertido en un fetiche, no sabemos salir de casa sin él, sentimos la necesidad de tocarlo, consultarlo continuamente para ver si tenemos llamadas, mensajes… Ya tenemos niños con móviles, niños que apenas saben hablar que conocen cómo funciona el teléfono móvil para ver fotos, para llamar...
El invento que comenzó siendo un “salvavidas” para emergencias en hospitales, el medio de “estar al tanto” de lo que pasaba en los negocios de los grandes empresarios… se ha universalizado y popularizado, y, no sólo eso, ha perdido en parte su capacidad comunicativa para centrarse en objetivos de ocio y aislamiento.
Parece una incongruencia decir que un objeto que sirve para comunicarse nos aísla, pero hemos pasado de vernos las caras para hablar con la gente, llamarles por teléfono para saber qué tal va todo, a simplemente mandar un mensaje (rara vez correctamente escrito o incluso cambiar las palabras por iconos) para dejar una señal de que “estamos conectados”. Esta necesidad de sentirse conectado es la que nos lleva a aislarnos. ¿Para qué voy a llamar a alguien o quedar con esa persona si puedo mandarle un mensaje o ver si ha revisado el teléfono últimamente? Así sabemos si estamos conectados, si nos mantenemos enterados de todo. Evitamos el contacto directo entre personas, evitamos la comunicación real y muchas veces este nuevo sistema de comunicación induce al error, al malentendido.

¿Estamos abocados a eliminar la comunicación real? ¿Necesitamos comunicarnos? ¿De verdad necesitamos sentir que sabemos todo de todos? ¿Sirve para algo el lenguaje cuando ya tenemos tanta tecnología capaz de suplirlo?
Ante la controversia histórica acerca del desarrollo del lenguaje y del pensamiento, autores de varias vertientes (innatistas, interaccionistas…) confluyen en el hecho de que el lenguaje y, por ende, la comunicación son el motor del desarrollo humano.
Por tanto, las personas sentimos necesidad de comunicarnos desde el nacimiento; a través del lloro, el balbuceo; posteriormente las palabras, las frases, los discursos, el arte, la música… Es la comunicación el hecho que nos une a las otras personas, el nexo que nos vincula a los otros por muy diversos medios. La tecnología, el teléfono móvil en este caso, constituye un vehículo para la comunicación, pero el problema actual radica en el mal uso de este artefacto.
Realmente lo que deberíamos preguntarnos es si queremos vivir siempre pegados a un auricular, pendientes en todo instante de los bombardeos informativos que corren a través de esta tecnología, de internet… sin pararnos a pensar qué sentimos, qué sienten otras personas. Lo que es más importante ¿qué queremos sentir? Un teléfono móvil de última generación (todavía) es incapaz de suplir a una persona, a su cercanía o a su viveza.
Probemos a “desenchufarnos” unas cuantas horas al día, a cambio de un poco de conversación cara a cara; intentemos centrarnos cada instante en aquello que estamos haciendo y sólo en eso, sin echar un vistazo al móvil; atrevámonos a dar sentido a nuestras palabras con la voz, con el ritmo de nuestro habla y con esas entonaciones y gesticulaciones que hacen de cada conversación un hecho nuevo y diferente.
¿Y si apagamos el móvil unas horas al día? Quizás, así, recuperemos el sentido de muchos aspectos de nuestra vida.
* Imagen extraída de ultimasnoticiasenred.com.mx

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