viernes, 28 de noviembre de 2014

La misteriosa X

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Por no llamarle dolor, desesperación, angustia o pena. Es muy común que a todos nos haya pasado de cerca la X y por el mero hecho de existir pasaremos por ella. No hay mucha gente que se atreva a reconocerla ni siquiera cuando la ven venir y ni hablar de cuando son los niños los primeros en caer como prisioneros suyos. Habitualmente son ellos los que parece que tienen más cercanía, más interés, la tratan con mayor naturalidad pero aún a pesar de eso nos empeñamos en que vivan en la misma mentira que creemos.

Si X es algo por lo que todo el mundo va a pasar ¿por qué no informan los medios de comunicación para prepararnos? Pues porque no interesa, no por intereses políticos sino porque a las personas no nos interesa saber más de X. Lo tenemos bastante claro. Lo que a menudo no percibimos es que en el día a día con cada renuncia, con cada objeto o deseo que no podemos satisfacer, con cada situación que tenemos que aceptar aunque no la deseemos así; estamos mucho más cerca de entender a la X. Aunque queremos alejarla todo lo posible de nosotros, no reconocerla hasta que no esté lo suficientemente cerca, hay un poco de ella en cada día que pasa.

Con sentirla, con notar de alguna manera su cercanía, la mirada sobre el mundo se muestra más clara y nos ayuda a resaltar lo importante. Quizás para sentirla, para notar su presencia sea necesario pensar en ella y supone abandonar la seguridad que nos proporciona el despertarnos por la mañana o el encontrarnos con nuestra familia al llegar a casa. Por ese silencio cómplice del que participamos, no valoramos lo irrepetible de cada momento. Aunque nos veamos a diario o comamos un día a la semana juntos, no hay ningún momento pasado que se pueda cambiar ni futuro que se repita.

No hace falta estar enfermo para pensar en ella, ni deprimido ni angustiado. Forma parte de lo que somos y conforme se le va aceptando le vamos haciendo un hueco en nuestra vida como compañera de viaje. Aunque nos centremos en lo que nos quita hay muchas cosas que también nos da. Si también te va rondando por la cabeza quiero que sepas que yo también pienso en ella.

* Imagen extraída de print-ables.com

viernes, 21 de noviembre de 2014

El arte de educar


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Desde pequeños notamos la diferencia entre ese profesor que nos cae tan bien y al que no tragamos. A veces le llamamos manía y otras veces decimos que no nos cae bien; y parece que nosotros tampoco a él/ella. Lo mismo pasa con los padres, a veces uno es el bueno y el otro el malo, o al revés, pero seguimos entendiendo que uno nos ayuda aunque nos corrija y que el otro cuando nos corrige tiene un añadido de mala leche. Esto es lo que vemos siendo niños.

Al tener hijos no entendemos cómo les cuesta tanto entender las cosas más básicas. "Pero si eso yo a su edad no lo hacía", "¡Te lo he dicho 3 veces! ¿Qué no me entiendes?", ¿Cómo que no sabes hacerlo si es muy fácil? Parece que no nos entienden y que cosas muy sencillas les son muy difíciles de entender. A veces damos por hecho que saben qué cosas se pueden hacer y qué no. Pero claro ellos están conociendo el mundo y para explorarlo hay que ver, tocar, romper... probar todas las posibilidades que nos ofrece un objeto. Es parte de la visión infantil del mundo el ver que una zapatilla sirve de teléfono, de estrella ninja o de escudo. Conforme crecemos vamos utilizando los objetos para lo que realmente están hechos, según el uso que generalmente damos y perdemos esa visión más amplia de las cosas.

Ya, pero igual no es buena idea que meta los dedos en el enchufe para ver qué pasa o que explorando todas las posibilidades que tiene un vaso de cristal, el vaso acabe hecho añicos y se corte. Es cierto, a veces es necesario evitar que se expongan a situaciones peligrosas -con los adolescentes las más frecuentes son situaciones relacionadas con el consumo de drogas o con las primeras relaciones sexuales, de riesgo-. Para ello tenemos varias opciones, entre las más extendidas el argumentarles los motivos por los que no deberían hacer eso o al menos de esa manera. Lo que sucede es que nos encontramos con niños muy pequeños para entender los argumentos lógicos o con adolescentes que (aún entendiéndolos) no siempre ciñen sus comportamientos a ellos. 
 
¿Entonces hay que recurrir a la vieja usanza, al cachete? Bueno, personalmente creo que el arte de educar consiste en decir sí cuando hay que decir que sí y no cuando hay que decir que no. No es necesario más argumento ni más esfuerzo por parte del adulto; que, aunque parezca mentira, son muchas las familias que acaban de los nervios o angustiadas al ver que su hijo no les hace caso. Precisamente ese es el arte que dominaban esos profesores (o nuestro padre o madre, raras veces los dos) que tanto impacto nos han causado de pequeños, sabían qué querían sacar de nosotros y nos reforzaban aquellos aspectos buenos que iban a hacer de nosotros mejores personas (la paciencia, las ganas de aprender, la preocupación por el otro...) y no nos permitían desviarnos demasiado de ese camino, especialmente cuando nos mostrábamos egoístas y caprichosos. Quizá no hagan falta más libros de cómo enseñar bien a tu hijo sino simplemente dominar el arte de decir sí y no.

* Imagen extraída de solmonasterio.blogspot.com

jueves, 13 de noviembre de 2014

Haciendo balance

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Bien es sabido que muchos opinan que la historia se repite: que bueno, eres especial, pero no se quieren fiar mucho de ti porque también encontraron a una persona especial y también les defraudó; que crisis como esta ya han ocurrido, que ya a sus padres les tocó cambiar de provincia/país y ahora lo hacen ellos... Bueno es posible que exista un pequeño parecido entre distintos momentos de la historia y que algo que ya hicieron nuestros padres o abuelos nos toque ahora a nosotros. Pero las condiciones no son las mismas y en cada momento hay un oportunidad diferente.

Para las generaciones que crecimos con la llegada del ordenador era muy fácil obtener información, bastaba con conseguir el cedé de la enciclopedia y buscar la información que nos pedían en el colegio. En nuestros ratos de ocio veíamos las series o dibujos que hacían en la televisión. No nacieron con nosotros pero si crecieron y eso es muy importante tenerlo en cuenta, porque al igual que las personas los medios han ido cambiando con nosotros. En los programas más antiguos se ven los valores de la sociedad de ese momento porque son los mensajes que nos transmitían, las moralejas de cada capítulo. Pasamos de ser gente de palabra (con televisiones de palabra, fieles a la verdad); a gente con ilusiones (con televisiones donde aún habían valores e imaginaban un futuro lleno de posibilidades); a gente muy popular (con programas que resaltaban más a los protagonistas que además iban vestidos a la última moda y con la última tecnología del momento); a gente exitosa (con programas donde se veía a gente sin valores obtener éxito, aunque fuera instantáneo). Así han pasado las décadas desde los 70 hasta ahora.

Y bueno estamos donde estamos. Parece que el gran desastre que padecemos está dando valor de nuevo a las palabras. Ya no se mira tanto lo que uno dice sino lo que hace. De alguna manera estamos de nuevo en el punto en el que volvemos a ser gente de palabra, al menos está creciendo ese porcentaje. En situaciones de necesidad no nos queda otra opción más que confiar en las personas; pero sucede que la televisión sigue anclada en el modelo de gente exitosa, ofreciéndonos estéticas y objetos varios para ser muy populares. Y es aquí donde aparece el reto que se nos presenta para la educación de nuestros hijos.

Muchos de nosotros somos fruto de la casualidad de un conjunto de influencias a las que estuvimos expuestos: nuestro grupo de amigos, las películas que veíamos, las actividades que hacíamos... Hoy en día, gracias a Internet, podemos elegir qué influencias van a tener nuestros hijos, al menos en cuanto a programas o dibujos animados se refiere. Está en nuestra mano el ofrecerles series que destaquen valores como la colaboración, el respeto, la entrega, la perseverancia... en lugar del éxito fácil, la humillación o la intolerancia. Esa es una de las oportunidades que nos ofrece esta época, la capacidad para retomar ciertos programas, series o dibujos que contribuyan a hacer de los nuestros hombres y mujeres completos. 

* Imagen extraída de blog.i-mas.com

jueves, 6 de noviembre de 2014

¿Hablas o vives?


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 Llevo un par de días dándole vueltas a situaciones que vivimos continuamente. Vamos por la calle y vemos (y nos vemos) con el teléfono móvil en la mano, como un apéndice de nuestro brazo, inseparable, necesario. Se ha convertido en un fetiche, no sabemos salir de casa sin él, sentimos la necesidad de tocarlo, consultarlo continuamente para ver si tenemos llamadas, mensajes… Ya tenemos niños con móviles, niños que apenas saben hablar que conocen cómo funciona el teléfono móvil para ver fotos, para llamar...
El invento que comenzó siendo un “salvavidas” para emergencias en hospitales, el medio de “estar al tanto” de lo que pasaba en los negocios de los grandes empresarios… se ha universalizado y popularizado, y, no sólo eso, ha perdido en parte su capacidad comunicativa para centrarse en objetivos de ocio y aislamiento.
Parece una incongruencia decir que un objeto que sirve para comunicarse nos aísla, pero hemos pasado de vernos las caras para hablar con la gente, llamarles por teléfono para saber qué tal va todo, a simplemente mandar un mensaje (rara vez correctamente escrito o incluso cambiar las palabras por iconos) para dejar una señal de que “estamos conectados”. Esta necesidad de sentirse conectado es la que nos lleva a aislarnos. ¿Para qué voy a llamar a alguien o quedar con esa persona si puedo mandarle un mensaje o ver si ha revisado el teléfono últimamente? Así sabemos si estamos conectados, si nos mantenemos enterados de todo. Evitamos el contacto directo entre personas, evitamos la comunicación real y muchas veces este nuevo sistema de comunicación induce al error, al malentendido.

¿Estamos abocados a eliminar la comunicación real? ¿Necesitamos comunicarnos? ¿De verdad necesitamos sentir que sabemos todo de todos? ¿Sirve para algo el lenguaje cuando ya tenemos tanta tecnología capaz de suplirlo?
Ante la controversia histórica acerca del desarrollo del lenguaje y del pensamiento, autores de varias vertientes (innatistas, interaccionistas…) confluyen en el hecho de que el lenguaje y, por ende, la comunicación son el motor del desarrollo humano.
Por tanto, las personas sentimos necesidad de comunicarnos desde el nacimiento; a través del lloro, el balbuceo; posteriormente las palabras, las frases, los discursos, el arte, la música… Es la comunicación el hecho que nos une a las otras personas, el nexo que nos vincula a los otros por muy diversos medios. La tecnología, el teléfono móvil en este caso, constituye un vehículo para la comunicación, pero el problema actual radica en el mal uso de este artefacto.
Realmente lo que deberíamos preguntarnos es si queremos vivir siempre pegados a un auricular, pendientes en todo instante de los bombardeos informativos que corren a través de esta tecnología, de internet… sin pararnos a pensar qué sentimos, qué sienten otras personas. Lo que es más importante ¿qué queremos sentir? Un teléfono móvil de última generación (todavía) es incapaz de suplir a una persona, a su cercanía o a su viveza.
Probemos a “desenchufarnos” unas cuantas horas al día, a cambio de un poco de conversación cara a cara; intentemos centrarnos cada instante en aquello que estamos haciendo y sólo en eso, sin echar un vistazo al móvil; atrevámonos a dar sentido a nuestras palabras con la voz, con el ritmo de nuestro habla y con esas entonaciones y gesticulaciones que hacen de cada conversación un hecho nuevo y diferente.
¿Y si apagamos el móvil unas horas al día? Quizás, así, recuperemos el sentido de muchos aspectos de nuestra vida.
* Imagen extraída de ultimasnoticiasenred.com.mx